viernes, 12 de marzo de 2010

Injusticia en el mundo de los cafeses

Entro como flotando, apenas rozando la tierra (como quien intenta preservar intacta la belleza de sus zapatos) en este mundo que tan poco frecuentamos.
Tomo a la noche en mis brazos y me la ato al cuello con un nudo de estrellas. Usándola como una capa, cubro todo mi cuerpo con ella. Todo menos la cabeza. Y el cuello.
Me reciben las luces, coagulando la corteza de los árboles. Se que su intención es buena, pero mis pupilas tardan en acostumbrarse al centelleo de tantas sonrisas.
Inutilizando el ruido como quien omite comunicar el detalle que podría inutilizar por siempre las bombas atómicas, me decís,
-Entremos. Da lo mismo, todos son iguales.
-Entremos, pero con la única condición de que aceptes que no da lo mismo, y que no todos son iguales...
Clavas las suelas de tus botas en la baldosa, te cruzas de brazos, revoleas los ojos, resoplas (provocando la elevación de uno de tus propios mechones de pelo), y me decís,
-Esta bien.
Entramos. Nos atendió un señor con bigotes de marfil y traje acristalado. Tenía los ojos grasientos como de lombriz y cara de hacer muy mal su trabajo.
-No seas prejuicioso. Probemos, a ver que pasa –me dijiste. Ordenamos, y el camarero se retiro bailando y cantando al compás de una salsa criolla.
Nuestras lenguas se desprendieron, imposibilitando todo sonido. Esperamos contentos, observando como las parejas a nuestro alrededor batían sus alas como pequeños cangrejos intentando demostrarse su amor, mirándonos a través de las diferencias, charlando en silencio. Tus ojos de abejita brillaban como la calma de la luna. Volvió el camarero. Le habíamos pedido una sopa para dos, pero nos trajo un mosquito muerto. Mi pelo se crispo. Volvimos a colocarnos nuestras lenguas en sus lugares y me dijiste, “Una más. Si lo vuelve a hacer mal, nos vamos”. Pedimos helado y brochettes de salmón y grillo.
Esta vez, el dialogo, aunque ya no mudo, fue diferente. Algo en el ambiente hizo que estableciéramos una conexión perfecta. Las demás parejas nos miraban, envidiándonos con sus ojos y sus peinados caros.
De tanto brillar, casi nos convertimos en estrellas. Inundados de nuestros propios cariños, apenas notamos cuando volvió el camarero con dos tazitas de te. Parecíamos un teléfono y una computadora. Nuestras mentes se abrieron como libros.
Pero cuando me fui a nutrir con tus últimas páginas, bordadas con letras doradas y decoradas con los más finos trazos renacentistas, cerraste tus tapas en mi cara y volviste al estante polvoriento, junto con los demás aburridos y musgosos libros.
Me tome las dos tazas.

1 comentario:

  1. hola, gracias por el mensaje. estuve chusmeando, muy linda tu vision de las cosas. saludos

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